16 de febrero de 2015

Hermann Hesse, Lobo en Luna Esteparia



Hermann Hesse 




Hermann Hesse nace el 2 de julio de 1877 como segundo hijo de Johannes Hesse y de su esposa Marie, de soltera Gundert, en Calw/Selva Negra. La familia paterna es de origen báltico alemán, y la materna es suavo-suiza. Hesse asiste primero a la Escuela de Latín de Calw y en 1891 ingresa en el seminario evangélico teológico del Monasterio de Maulbronn, del que escapa al cabo de pocos meses. Tras un aprendizaje como mecánico en la fábrica de relojes de torre Perrot en Calw, aprende el oficio de librero en Tubingia y Basilea y publica sus primeras obras propias (poemas y prosa). Desde Basilea realiza dos viajes a Italia. En 1904, después de su primer gran éxito (Peter Camenzind), se casa con María Bernoulli y se traslada a Gaienhofen, junto al lago de Costanza. En este lugar rural y apartado nacen sus tres hijos. En 1911 realiza un viaje a Asia Oriental. A partir de 1912 Hesse vive en Berna. En 1919 se publica su famosa novela Demian. Ese mismo año, sin la familia, se traslada a Montagnola (Tessin). Se divorcia su primer matrimonio y en 1923 Hesse se casa con Ruth Wenger. Su obra más famosa, El lobo estepario, se publica en 1927 coincidiendo con su 50 cumpleaños. Hesse se casa por tercera vez en 1931 con Ninon Dolbin, de soltera Ausländer. Desde 1924 Hesse tiene la ciudadanía suiza, y durante la Segunda Guerra Mundial se publica su obra programática: El juego de abalorios (1943). En 1946 Hermann Hesse es honrado con el Premio Nobel de Literatura. Fallece el 9 de agosto de 1962 en Montagnola.

Familia 

"Para contar mi historia debo remontarme muy atrás. Si me fuera posible, tendría que ir aún más atrás, hasta los primeros años de mi niñez y más allá de ellos, al remoto pasado de mis orígenes." Con estas palabras empieza Hermann Hesse su "Demian". No sólo se aplican al personaje de su novela, sino también a sí mismo. La obra poética de Hermann Hesse está impregnada por la búsqueda de una identidad propia y la lucha que ello supone. Apenas se puede entender al poeta Hesse sin conocer su procedencia y sus raíces familiares, que le marcaron y a las que vuelve una y otra vez. La misión de Basilea reunió en Calw a los familiares suabos (Gundert) y bálticos (Hesse). El mundo en el que creció Hesse respiraba estrechez y amplitud al mismo tiempo: por un lado estaba la recta severidad del pietismo de su ciudad natal, así como de su casa paterna, y por otro la mundanidad y la alta formación de sus padres y abuelos. En él influyeron mucho sobre todo sus dos abuelos, cuyos nombres lleva.

Crisis en su vida

Hermann Hesse está considerado como "autor de la crisis", como un poeta que se sometió por escrito al doloroso autoanálisis, siempre en busca de su auténtica y propia identidad. La casa paterna y la educación marcaron por igual tanto su personalidad como también su obra poética. Dos veces en su vida se agudiza dramáticamente el estado psíquico de Hesse. Tras la huida del seminario monacal en Maulbronn, en 1892, cuando contaba 15 años, sus padres le llevan a Bad Boll al centro de Christoph Blumhardt, un teólogo amigo. En ese hospital privado Hesse llevó a cabo un intento de suicidio, ante lo cual, al cabo de sólo 14 días, Blumhardt recomendó el traslado a un manicomio del poseído por la "maldad y el satanismo". Luego los padres le ingresaron en el centro de salud y cuidados de Stetten, donde permaneció cuatro meses. Diagnóstico según la ficha de enfermo: melancolía. Hesse conseguía comportarse bien exteriormente, pero por dentro estaba descontento con su destino y escribía a casa cartas acusadoras. En octubre de 1892, Hesse fue dado de alta del centro psiquiátrico de Stetten y los padres consiguieron que el hijo ingresara en el liceo de Cannstatt, que abandonó al cabo de un año. Una segunda crisis grave en su vida se produjo por la Primera Guerra Mundial, que provocó graves tormentas espirituales en el sensible Hesse. Una enfermedad grave de su hijo más joven, la muerte de su padre en 1916, la Primera Guerra Mundial, una crisis matrimonial y la enfermedad psíquica de su esposa Mia empujaron a profundas depresiones al poeta, que ya entonces era popular. Su estado de salud estaba tan maltrecho que tuvo que interrumpir su trabajo de atención a los prisioneros de guerra para someterse a una cura de baños, sin éxito, y después a tratamiento psicoanalítico en la clínica privada Sonnmatt de Lucerna. Celebró 72 consultas con el Dr. Josef Bernhard Lang, un colaborador de C. G. Jung, en las que logró salir de su entumecimiento y superar hasta cierto punto la crisis. El encuentro con el psicoanálisis, que le ayudó a enfrentarse a los conflictos de sus años de juventud, se convirtió en un importante punto de inflexión en la vida de Hesse. En cuanto a la poesía, el periodo del cambio y el nuevo comienzo se refleja en Demian (1919), como un intento de explicarse a sí mismo. En Demian también se reproducen las charlas terapéuticas con el Dr. Lang (que en la novela se llama Pistorius): "Todo, incluso lo más banal, chocaba dentro de mí en el mismo punto con un mazazo silencioso y continuo. Todas las sesiones ayudaban a raspar pieles de mí, a romper cáscaras de huevo, y después de cada una la cabeza se alzaba un poco más, algo más libre, hasta que mi pájaro amarillo eclosionaba como un hermoso pájaro con cabeza de depredador saliendo de la destruida cáscara del mundo."



Demian, Siddharta, El lobo estepario, obras inmortales de Hermann Hesse


Viaje a la India

El 6 de septiembre del año 1911 Hermann Hesse, en compañía de su amigo el pintor Hans Sturzenegger, sube en Génova al "Prinz Eitel Friedrich" para viajar a India, el país en el que trabajaron su padre y su madre en el servicio de misiones. Pero, en realidad, eso no se convierte en un viaje a India, sino en un viaje a Indonesia: Penang, Singapur, Sumatra, Borneo y Burma. El subcontinente apenas bordea el trayecto del viaje, que duró tres meses: el barco atraca en Ceilán, donde Hesse baja a tierra, visita el santuario budista de Kandy y escala la montaña más alta, pero no consigue realizar el proyecto de ver las costas de Malabar. El viaje instructivo por el Lejano Oriente se realiza en una época de nueva orientación: en su familia, en Gaienhofen, acababa de nacer Martin, su tercer hijo, pero Hesse se siente cada vez más ajeno y a disgusto, cada vez son más claros los deseos de marcharse y de irse de viaje. Sueña con la vida de soltero. Pero el viaje a India se convierte en una decepción. No encuentra la imagen de la India marcada por los relatos de su abuelo Hermann Gundert. Incluso le asquea la realidad, el calor, la suciedad, el colonialismo de las relaciones sociales y también la esencia devota de los malayos. Sólo los chinos suscitan su respeto. El viaje se refleja por primera vez en el libro Aus Indien ("De la India"), publicado en 1913. Años después, Hesse reconoce que en Asia Oriental no consiguió encontrarse con India ni vivió ninguna liberación interior. Hesse escribió en una carta en 1919: "Desde hace muchos años estoy convencido de que el espíritu europeo está en declive y necesita volver a sus fuentes asiáticas. Durante años he honrado a Buda y he leído literatura india desde mi más temprana juventud. Después me acerqué a Lao Tse y a los demás chinos. El viaje a India fue tan sólo un pequeño complemento e ilustración de estas ideas y estudios." El fruto propiamente dicho de este viaje fue para Hesse el libro Siddhartha, publicado en 1922.







Religión

La vida y la obra poética de Hermann Hesse están marcadas por un continuo enfrentamiento con las cuestiones de la religión y la fe, que prácticamente se le impusieron desde la cuna. Nació en una familia de orientación protestante pietista compuesta por misioneros, predicadores y teólogos, contra cuya rigidez y severidad se rebeló muy pronto. El intento de su padre por romper su cabezonería a través de la educación religiosa hizo que se alejase cada vez más del cristianismo. Junto al espíritu incondicionalmente pietista, en la pía casa paterna de Hesse también había otras influencias religiosas: gracias a la actividad del padre y el abuelo como misioneros en India, muy pronto entró en contacto con el hinduismo y el budismo, y más tarde se añadió el estudio del taoísmo chino. Pero este camino ya no condujo a un alejamiento del cristianismo, sino todo lo contrario: al ocuparse durante toda la vida del fenómeno religioso, desarrolló la idea de una síntesis de las religiones sobre la base de una mística universal. Buscó la unidad de todos los seres humanos, un puente de unión entre Oriente y Occidente. Siddhartha, y naturalmente DasGlasperlenspiel ("El juego de abalorios"), la obra de su vejez, son el testimonio literario de esta búsqueda de un dios durante toda una vida. Hesse creía en "una religión fuera, entre y sobre las confesiones, que es indestructible". Pero siempre fue escéptico frente a los dogmas y las teorías. Escribió: "Creo que una religión es tan buena como cualquier otra. No hay ninguna en la que no se pueda convertir uno en un sabio, y ninguna en la que no se pueda cometer el más estúpido fetichismo."

Política

Hermann Hesse se consideraba poeta y no político. Sin embargo, en 1912 abandonó la Alemania del emperador de altos vuelos y "monarca de teatro" Guillermo II como "primer emigrante voluntario". Después de la Primera Guerra Mundial hubo ofertas para que aceptase un cargo político - por ejemplo en el gobierno bávaro de la república de diputados -, pero Hesse siempre lo rechazó. "He fracasado en el intento de dedicar amor a las cuestiones políticas", escribió en una carta en 1917. Como fundamento de su reserva ante los cargos políticos alegó en una ocasión: "No me interesa nada de lo político, de lo contrario hace mucho que sería revolucionario. No tengo otra pretensión que la de actuar conmigo mismo y con las cuestiones puramente intelectuales." Pero esto no significa que Hesse haya sido apolítico. Hesse fue un defensor de la paz y un poeta de la humanidad. "Pero la humanidad y la política", rezan sus palabras ya muy citadas, "en el fondo siempre se excluyen. Ambas son necesarias, pero es casi imposible servir a ambas a la vez. La política exige un partido, la humanidad prohibe el partido." Al comenzar la Primera Guerra Mundial, Hesse era uno de los pocos intelectuales alemanes que no participaron en el entusiasmo general por la guerra. Desde 1914 hasta 1918 publicó dos docenas de artículos críticos con la guerra en periódicos de habla alemana. A partir de 1915 construyó en Berna una central para la atención al prisionero de guerra. Criticó pronto al nacionalsocialismo. Sus libros no estuvieron prohibidos en el Tercer Reich, pero se consideraban no gratos. Das Glasperlenspiel ("El juego de abalorios") sólo pudo publicarse al principio en Suiza. Muchos emigrantes políticos del Tercer Reich, entre ellos Thomas Mann, encontraron asilo con Hesse, y muchos en estado de necesidad hallaron en él apoyo financiero.




Premio Nóbel

Un año después de que acabase la Segunda Guerra Mundial se le otorga a Hermann Hesse el Premio Nobel de Literatura. Pero el escritor, que entonces contaba 69 años y que siempre odió el jaleo en torno a su persona, no asiste a la ceremonia de entrega el 10 de noviembre de 1946, onomástica de Alfred Nobel. Hace que en Estocolmo lean una declaración de apenas dos páginas y disculpa su ausencia por su mal estado de salud y la destrucción de la obra de su vida en Alemania desde 1933. De hecho, en la época en la que le concedieron el premio Hesse se había retirado al oeste de Suiza para pasar una estancia de cuatro meses en un balneario. Pero se sentía muy unido a la idea de la fundación Nobel de no servir a la guerra y a la destrucción, sino a la paz y a la reconciliación. El premio que le concedieron lo considera Hermann Hesse "un reconocimiento del idioma alemán y de la aportación alemana a la cultura". En una carta escrita a su mujer Ninon, Hesse se expresa con menos finura: "Que el diablo se lleve ese maldito asunto." Teme la oleada prevista de telegramas y cartas. A su amigo y pintor Gunter Böhmer le escribe: "Hoy hay jarana en Estocolmo, la ceremonia en memoria de Nobel en gran gala, después un banquete, donde también se leerán unas palabras mías." El premio Nobel también se lo debió Hesse a su amigo Thomas Mann. Como premio Nobel del año 1929, durante años defendió a su paisano en la Academia. Es indudable que el otorgamiento del premio al cabo de tan poco tiempo de terminar la guerra tiene también un trasfondo político. Tras el desmoronamiento del nacionalsocialismo, donde Hesse estaba considerado un traidor a la patria y apenas podía ser editado, al mundo había que mostrarle un representante sin cargas y moralmente creíble del espíritu alemán y la cultura alemana.




Breve Autobiografía

Nací hacia finales de la Edad Moderna, poco antes del incipiente retorno del Medioevo, bajo el signo de Sagitario y amablemente influido por Júpiter. Mi nacimiento se produjo a primera hora de la tarde un cálido día de julio, y la temperatura de aquella hora es la que, inconscientemente, he amado y buscado durante toda mi vida, y la he añorado dolorosamente cuando me faltó. Nunca pude vivir en países fríos, y todos los viajes voluntarios de mi vida se dirigieron al sur. Fui hijo de padres religiosos, a quienes amé con ternura y a los que habría amado más tiernamente si no se me hubiera enseñado el cuarto mandamiento a edad temprana. Pero, lamentablemente, los mandamientos siempre han ejercido en mí un efecto fatal, por muy justos y bien intencionados que fueran - yo, que por naturaleza soy un cordero y tan dócil como una burbuja de jabón, siempre he sido reacio a los mandamientos de todo tipo, sobre todo durante mi juventud. Bastaba con que oyese el "debes hacer" para que en mí todo se revolviese y me volviera porfiado. Es fácil imaginar que esta peculiaridad tuvo una gran influencia negativa en mis años escolares. Cierto que nuestros maestros, en aquella divertida asignatura que llamaban Historia Universal, nos enseñaban que el mundo siempre había sido gobernado, dirigido y cambiado por ese tipo de personas que imponían su propia ley y que rompían con las leyes tradicionales, y nos decían que esas personas eran honorables. Pero eso era tan mentira como todo el resto de la enseñanza, pues cuando uno de nosotros, con buena o con mala intención, mostraba alguna vez valentía y protestaba contra cualquier mandamiento, o siquiera contra una costumbre estúpida o una moda, ni era honrado ni se nos recomendaba como modelo, sino que era castigado, escarnecido y oprimido por la cobarde prepotencia de los maestros.
Por suerte, lo importante y más valioso para la vida ya lo había aprendido antes de empezar los años de escuela: mis sentidos eran despiertos, finos y aguzados, me podía fiar de ellos y obtener mucho disfrute, y cuando más tarde caí irremisiblemente ante la seducción de la metafísica, e incluso llegué a lacerar y despreciar mis sentidos, la atmósfera de una sensibilidad delicadamente desarrollada, concretamente por lo que se refiere a la vista y al oído, siempre me fue fiel, y en el mundo de mi pensamiento, incluso donde parece ser abstracta, interviene de forma viva. Por lo tanto disponía yo de unas ciertas defensas para la vida que, como ya he dicho, adquirí mucho antes de que empezasen los años de colegio. Conocía bien nuestra ciudad paterna, las granjas de gallinas y los bosques, las huertas y los talleres de los artesanos, conocía los árboles, los pájaros y las mariposas, sabía cantar canciones y silbarlas entre dientes, y muchas otras cosas que tienen valor para la vida. A esto se añadieron entonces las ciencias escolares, que me resultaban fáciles y me divertían, encontrando un auténtico placer en el latín, y empecé casi igual de pronto a hacer versos tanto en latín como en alemán. El arte de la mentira y de la diplomacia se lo debo al segundo año de colegio, donde un preceptor y un colaborador me dotaron de estas facultades después de que previamente, con mi candor y confianza infantiles, hiciera caer sobre mí una desgracia detrás de otra. Estos dos educadores me ilustraron con éxito sobre el hecho de que la honestidad y el amor a la verdad eran cualidades que ellos no buscaban en los alumnos. Me acusaron de una fechoría, por cierto bastante intrascendente, que se había cometido en clase y de la que yo era completamente inocente, pero como no pudieron obligarme a confesar su autoría, convirtieron esa pequeñez en un proceso de Estado y ambos, con torturas y palos, fueron incapaces de sacarme la confesión que deseaban, pero sí extrajeron de mí toda fe en la honestidad de la casta de maestros.
Gracias a Dios, con el tiempo, también llegué a conocer maestros rectos y dignos de respeto, pero el daño ya estaba hecho y quedó falseada y amargada no sólo mi relación con los maestros de escuela, sino también con todo tipo de autoridad. En general, durante los siete u ocho primeros años de colegio fui un buen alumno, al menos siempre estaba sentado entre los primeros de mi clase. Pero al comenzar aquellas luchas de las que no escapa nadie que quiera ser una personalidad, entré cada vez más en conflicto con la escuela. Esas luchas sólo las comprendí dos décadas después, pero entonces estaban allí y me rodeaban, en contra de mi voluntad, como una terrible desgracia.
La cuestión era la siguiente: desde que cumplí los trece años estaba claro para mí que quería ser poeta o nada. Pero con la claridad de esta idea llegó paulatinamente otra certeza, penosa. Uno podía llegar a ser maestro, cura, médico, artesano, comerciante o empleado de correos, también músico, incluso pintor o arquitecto, y para todas las profesiones del mundo había un camino, había condiciones previas, había una escuela, una enseñanza para el principiante. ¡Pero no existía para el poeta! Estaba permitido serlo e incluso se consideraba un honor ser poeta: es decir, tener éxito y fama como poeta, pero lamentablemente esto solía suceder cuando uno ya estaba muerto. Sin embargo, convertirse en poeta era imposible, querer serlo era una ridiculez y una vergüenza, como pude averiguar muy pronto.


Rápidamente había aprendido lo que se podía aprender de la situación: poeta sólo se podía ser, pero no estaba permitido llegar a serlo. Además, interesarse por la poesía y por un talento poético propio le hacía a uno sospechoso ante los maestros, y por ello desconfiaban de uno o le despreciaban, con frecuencia incluso le ofendían a uno mortalmente. Con los poetas pasaba exactamente lo mismo que con los héroes y con todas las figuras y los afanes intensos o hermosos, orgullosos y no cotidianos: en el pasado fueron maravillosos, todos los libros de texto estaban llenos de alabanzas hacia ellos, pero en el presente y en la realidad se los odiaba y, probablemente, los maestros habían sido contratados y formados para impedir en lo posible el surgimiento de personas famosas y libres y la realización de gestas grandes y magníficas.


Por lo tanto, entre mi persona y mi lejana meta no veía más que abismos, todo se me volvía incierto, devaluado, y sólo una cosa permanecía: la voluntad de querer ser poeta, fuese fácil o difícil, ridículo u honorable. Los éxitos externos de esta decisión - más bien de esta fatalidad - fueron los siguientes:

Cuando yo tenía trece años y acaba de comenzar ese conflicto, mi comportamiento dejó mucho que desear tanto en la casa paterna como en la escuela, hasta el punto de que se me exilió a la escuela de latín de otra ciudad. Un año después me convertí en pupilo de un seminario teológico, aprendí a escribir el alfabeto hebreo y estaba a punto de comprender lo que es una dagesh forte implicitum cuando, de pronto, me inundaron tormentas interiores que desembocaron en mi huida de la escuela monacal, en un castigo con arresto grave y en mi expulsión del seminario. Durante un tiempo me esforcé en una escuela media por avanzar en mis estudios, pero allí el final también fue la sanción y la expulsión. Después fui aprendiz de comerciante durante tres días, volví a marcharme y durante algunos días y noches desaparecí para gran preocupación de mis padres. Durante medio año fui ayudante de mi padre, durante año y medio estuve de aprendiz en un taller mecánico que además fabricaba relojes de torre.

En resumen, durante más de cuatro años todo lo que se quería hacer conmigo fue irremisiblemente mal, ninguna escuela quería quedarse conmigo, como aprendiz no duraba mucho en ningún sitio. Todo intento de hacer de mí una persona útil terminaba en fracaso, muchas veces con escarnio y escándalo, con la huida o con la expulsión, y sin embargo en todas partes me reconocían buenas dotes e incluso una cierta dosis de buena voluntad. Siempre era pasablemente aplicado, pues la elevada virtud de la holgazanería siempre la he admirado con veneración, pero nunca llegué a ser un maestro de ella. De forma consciente y enérgica comencé mi propia formación a los quince años, cuando había fracasado en la escuela, y tuve la suerte y el placer de que en casa de mi padre estaba la impresionante biblioteca del abuelo, una sala entera llena de viejos libros que, entre otras cosas, contenía toda la poesía y la filosofía alemanas del siglo XVIII. Entre los 16 y los 20 años no sólo llené una gran cantidad de papel con mis primeros intentos poéticos, sino que en aquellos años también leí la mitad de la literatura universal y me ocupé de la historia el arte, los idiomas y la filosofía con un ahínco que habría bastado de sobra para un estudio normal.

Después me hice librero para poder finalmente ganarme yo mismo el pan. Al fin y al cabo, con los libros tenía más y mejores relaciones que con el tornillo de banco y las ruedas dentadas de fundición de acero con las que había sufrido como mecánico. Durante los primeros tiempos, nadar entre lo nuevo y lo más reciente de la literatura, ser incluso anegado por ello, fue un placer casi embriagador. Pero al cabo de un tiempo me di cuenta de que, en lo intelectual, una vida en el mero presente, en lo nuevo y en lo más reciente era insoportable y carecía de sentido, que la relación existente con lo que había sucedido, con la historia, con lo antiguo y con lo ancestral era lo único que permitía una vida intelectual. Por eso, una vez agotado el primer placer, fue una necesidad volver a lo antiguo después de la inundación de novedades, y lo hice pasándome de la librería a la tienda de antigüedades. Pero sólo permanecí fiel a la profesión mientras la necesité para ganarme la vida. A la edad de veintiséis años, con motivo de un primer éxito literario, también abandoné esta profesión.Por lo tanto ahora, después de tantas tormentas y sacrificios, había alcanzado mi meta: por imposible que hubiera parecido, ahora me había convertido en un poeta y, al parecer, había ganado la larga y dura batalla contra el mundo.

La amargura de los años de colegio y de formación, donde tantas veces estuve al borde del hundimiento, quedó entonces olvidada y ridiculizada, e incluso los familiares y los amigos, que hasta entonces estaban desesperados conmigo, me sonreían ahora con amabilidad. Yo había vencido, y aunque hiciese lo más tonto y lo más baladí, todos lo consideraban encantador, igual que yo mismo también estaba encantado conmigo. Ahora me daba cuenta de la escalofriante soledad, el ascetismo y el peligro en los que había vivido año tras año; el tibio aire del reconocimiento me sentaba bien y empecé a convertirme en un hombre satisfecho. Durante un largo tiempo mi vida exterior transcurrió de forma tranquila y agradable. Tenía mujer, niños, casa y jardín. Escribía mis libros, estaba considerado un poeta amable y vivía en paz con el mundo. En el año 1905 ayudé a crear una revista dirigida sobre todo contra el régimen personal de Guillermo II, pero, en el fondo, sin tomar en serio estos objetivos políticos. Hice hermosos viajes a Suiza, a Alemania, a Austria, a Italia y a India. Parecía que todo estaba en su sitio. Entonces llegó aquel verano de 1914 y, de pronto, todo cambió en el interior y en el exterior. Se demostró que el bienestar del que gozábamos hasta entonces se había construido sobre un terreno inseguro, y entonces empezó a ir todo mal, empezó la gran educación.

(...)

Por lo tanto en mí mismo debía haber todo tipo de desórdenes si entraba así en conflicto con toda la marcha del mundo. De hecho, sí había un gran desorden. No era nada divertido abordar ese desorden en mí mismo y tratar de ordenarlo. Sobre todo se demostraba una cosa: la plácida paz en la que yo había vivido con el mundo no sólo la había pagado demasiado cara yo mismo, sino que también había estado tan podrida como la paz exterior en el mundo. Creía que con la largas y difíciles luchas de mi juventud me había merecido mi puesto en el mundo y ser un poeta, pero a todo esto el éxito y el bienestar habían ejercido en mí la influencia habitual, me había vuelto satisfecho y cómodo y, si lo consideraba a fondo, el poeta apenas se podía diferenciar de un escritor de encargo. Me había ido demasiado bien. Sin embargo ahora me iba abundantemente mal, lo que siempre es una escuela buena y enérgica, y aprendí cada vez más a dejar que los asuntos del mundo llevasen su curso y pude ocuparme de mi propia participación en la confusión y la culpa del conjunto. Debo dejar al lector la tarea de descubrir esta ocupación a través de la lectura de mis escritos. Pero sigo teniendo la secreta esperanza de que, con el paso del tiempo, también mi pueblo realizará una comprobación similar, no como un todo, pero sí a través de muchos individuos despiertos y responsables, y en lugar de quejarse y maldecir por lo mala que es la guerra y lo malos que son los enemigos y lo mala que es la revolución, se plantará en muchos miles de corazones la pregunta:

¿fui yo también culpable? y ¿cómo puedo recuperar la inocencia? En cualquier momento se puede volver a ser inocente si se reconoce el propio sufrimiento y la propia culpa y se termina de sufrir en lugar de buscar en otro la culpa del sufrimiento.

Cuando empezó a manifestarse el nuevo cambio en mis escritos y en mi vida, muchos de mis amigos sacudieron la cabeza. Muchos también me dejaron. Esto formaba parte de la imagen cambiada de mi vida, igual que la pérdida de mi casa, de mi familia y de otros bienes y comodidades. Fue una época en la que cada día me despedía, y cada día me asombraba de poder soportar también lo que me seguía pasando y seguir viviendo, y de seguir amando siempre algo de esta extraña vida que sólo parecía traerme dolor, decepciones y pérdidas. Por cierto, para que no se olvide: también durante los años de la guerra tuve algo así como una buena estrella o un ángel protector. Mientras me sentía muy solo con mi sufrimiento, y hasta que empezó el cambio, sentía que mi destino era desgraciado y renegaba de él; precisamente mi sufrimiento y mi obsesión por el sufrimiento me sirvieron de protección y escudo contra el mundo exterior.

De hecho, pasé los años de la guerra en un entorno tan deleznable de política, espionaje, técnica de soborno y artes de aprovechamiento de la coyuntura, como por aquel entonces sólo se podían encontrar juntos y tan concentrados en pocos lugares de la Tierra, concretamente en Berna, en medio de la diplomacia alemana, la neutral y la enemiga, en una ciudad que se superpobló de la noche a la mañana y se llenó de diplomáticos, agentes políticos, espías, periodistas, compradores y traficantes. Yo vivía entre diplomáticos y militares, pero además trataba con personas de muchas naciones, incluso enemigas, y el aire a mi alrededor era toda una red de espionaje y contraespionaje, de traiciones, intrigas, negocios políticos y personales, ¡y de todo ello no me di cuenta en absoluto durante aquellos años! Se me escuchaba a hurtadillas, se me espiaba y vigilaba, de pronto era sospechoso ante los enemigos, o ante los neutrales, o ante mis propios compatriotas, y no me daba cuenta de nada; sólo mucho después me enteré de esto y de aquello, y no comprendí cómo pude vivir sano y salvo en medio de esta atmósfera. Pero así fue.Con el final de la guerra también se produjo la terminación de mi cambio y acabaron los sufrimientos de la prueba. Esos sufrimientos ya no tenían nada que ver con la guerra ni con el destino del mundo, ni la derrota de Alemania, que nosotros en el extranjero esperábamos con seguridad desde hacía dos años, tuvo en ese momento nada de terrible.

Yo estaba completamente sumergido en mí mismo y en mi propio destino, pero a veces con la sensación de que se trataba de todo lo inhumano. Reencontraba en mí mismo todas las guerras y toda el ansia de asesinar del mundo, toda su inconsciencia, todo su crudo afán por los placeres, toda su cobardía; tuve que perder primero la estima de mí mismo y después el desprecio de mí mismo; no tenía otra cosa que hacer más que lanzar un vistazo al caos de la Tierra con la esperanza a veces brillante, a veces redentora, de encontrar más allá del caos de nuevo la naturaleza, de nuevo la inocencia. Toda persona que se ha despertado y que realmente ha alcanzado la consciencia pasa alguna vez, o varias veces, por este estrecho camino a través del desierto; querer hablar a otros de ello sería un esfuerzo vano.

Cuando los amigos me traicionaban, a veces sentía desconsuelo, pero no desasosiego, pues lo consideraba más bien una confirmación en mi camino. Esos que fueron amigos tenían mucha razón cuando decían que yo había sido antes un hombre y un poeta simpático, mientras que mi problemática actual era simplemente insufrible. Por aquel entonces hacía mucho que yo había superado las cuestiones de gusto o de carácter, y no había nadie que hubiese podido comprender mi lenguaje. Quizá esos amigos tenían razón cuando me reprochaban que mis escritos habían perdido belleza y armonía. Esas palabras sólo me provocaban risa, pues ¿qué es la belleza o la armonía para quien están condenado a muerte, para quien corre por salvar su vida entre muros que se desploman? Quizá, en contra de la creencia que había tenido toda la vida, yo no era un poeta, y quizá todo el esfuerzo estético había sido un mero horror. Podía ser, pero tampoco eso era ya importante. La mayor parte de lo que había visto durante mi viaje por los infiernos había sido un engaño y careció de valor, por eso quizá también pasara lo mismo con la ilusión de mi vocación o mis dotes. ¡Qué poca importancia tenía! Tampoco existía ya lo que, lleno de orgullo y alegría infantil, había considerado en tiempos mi misión. Hacía mucho que ya no veía mi misión, más bien mi camino hacia la salvación, en el campo de la lírica, de la filosofía o de cualquier historia así de especialistas, sino sólo en que unos pocos vivos y fuertes pudiesen vivir en mí su vida, ya sólo en la fidelidad incondicional a lo que en mí todavía sentía con vida.

Cuando por fin acabó la guerra también para mí, en la primavera de 1919, me retiré a un apartado rincón de Suiza y me convertí en un ermitaño. Dado que toda mi vida (y ésta fue una herencia de padres y abuelos) me ocupé mucho de la sabiduría india y china, y mis nuevas vivencias también las expresé en parte en el lenguaje gráfico oriental, con frecuencia se me llamaba "budista", sobre lo cual no podía por menos que reírme, pues en el fondo sabía que era la creencia de la que más alejado estaba. Sin embargo ahí había algo correcto, un grano de verdad, como descubrí poco después. Si de algún modo fuera pensable que un hombre pudiera escoger personalmente una religión, desde luego por mi anhelo más íntimo me habría adherido a una religión conservadora: a la de Confucio, al brahmanismo o a la iglesia romana. Pero lo habría hecho por añoranza del polo opuesto, no por afinidad innata, pues yo no nací por casualidad como hijo de devotos protestantes, sino que soy protestante también por mi ánimo y mi esencia (lo cual no supone ninguna contradicción con mi antipatía hacia las confesiones protestantes que existen en la actualidad). El auténtico protestante se rebela contra la propia iglesia igual que contra cualquier otra, porque su esencia afirma que llegar a ser es más importante que el ser. En este sentido Buda también fue un protestante.

La fe en mi capacidad poética y en el valor de mi trabajo literario estaba por tanto enraizada en mí desde el cambio. Escribir ya no me satisfacía del todo. Pero el ser humano debe tener alguna alegría, y yo también la pretendía en medio de mi situación de necesidad. Podía renunciar a la justicia, a la razón y al sentido en la vida y en el mundo, había visto que el mundo funciona perfectamente sin ninguna de estas abstracciones, pero no podía renunciar a un poco de alegría, y la exigencia de esa pizca de alegría era una de aquellas pequeñas llamas en mí en las que todavía creía y a partir de las cuales pensaba crear de nuevo el mundo. Con frecuencia buscaba mi alegría, mi sueño y mi olvido en una botella de vino, y muchas veces me ayudó, ¡loada sea! Pero no bastaba. Mira por dónde, un día descubrí una alegría completamente nueva. Ya con cuarenta años, de pronto empecé a pintar. No es que yo me considerase un pintor o quisiera llega a serlo. Pero pintar es algo maravilloso, le vuelve a uno más alegre y tolerante. Después no se tienen los dedos negros, como sucede al escribir, sino rojos y azules. Por esta actividad pictórica también se enfadaron muchos de mis amigos. Ahí tengo poca suerte, pues siempre que abordo algo realmente necesario, satisfactorio y hermoso, la gente se vuelve desagradable. Quieren que uno siga siendo lo que era, que no cambie la cara. Pero mi cara se rebela, quiere cambiar con frecuencia, para ella es una necesidad.

Otro reproche que se me hacía me pareció muy justificado. Se me negaba que tuviera sentido de la realidad. Tanto los poemas que escribo como los cuadritos que pinto no se corresponden con la realidad. Cuando hago poesía, con frecuencia olvido todos los requisitos que los lectores ilustrados plantean a un auténtico libro, y sobre todo me falta de hecho el respeto a la realidad. Creo que la realidad es aquello por lo que menos falta hace preocuparse, pues es suficientemente molesta, incluso existe siempre, mientras que las cosas más hermosas y necesarias requieren nuestra atención y nuestro cuidado. La realidad es aquello con lo que no se puede estar satisfecho bajo ninguna circunstancia, lo que no se puede adorar ni honrar bajo ninguna circunstancia, pues es la casualidad, el desecho de la vida. Además esa realidad sórdida, con frecuencia decepcionante e insípida, no se puede modificar de ningún otro modo más que negándola, demostrando que somos más fuertes que ella. En mis poemas muchas veces se echa de menos el habitual respeto a la realidad, y cuando pinto los árboles tienen caras y las casas ríen o bailan, o lloran, pero en general no se puede reconocer si el árbol es un peral o un castaño. Debo aceptar este reproche. Confieso que mi propia vida también me parece muchas veces un cuento; con frecuencia veo y siento el mundo exterior en mi interior en un contexto y un acoplamiento que debo llamar mágicos.

Algunas veces también me pasaron tonterías; por ejemplo, una vez hice una declaración inocente sobre el famoso poeta Schiller, por la cual pronto todos las boleras del sur de Alemania me declararon un difamador de los santuarios patrios. Pero ahora ya he conseguido desde hace años no hacer ninguna declaración que pueda difamar los santuarios ni hacer que las personas se pongan rojas de cólera. Creo que eso ha sido un progreso. Dado que para mí la llamada realidad no desempeña un papel muy importante, porque lo pasado me llena con frecuencia igual que el presente y lo actual me parece infinitamente lejano, por eso tampoco puedo separar el futuro del pasado tan nítidamente como normalmente se hace. Yo vivo mucho en el futuro, y por eso no necesito terminar mi biografía en el día de hoy, sino que puedo dejar tranquilamente que continúe. Brevemente voy a relatar cómo mi vida describe su arco completo. En los años hasta 1930 escribí algunos libros más, pero después le volví la espalda a ese oficio para siempre. La pregunta de si en realidad se me debe incluir entre los poetas o no fue investigada en dos conferencias por unos jóvenes muy aplicados, pero no se contestó.

En resultado de una consideración cuidadosa de la nueva literatura condujo a decir que el fluido que convierte a una persona en poeta sólo aparece en los últimos tiempos tan extraordinariamente rebajado que ya no se puede establecer la diferencia entre el poeta y el literato. Sin embargo, a partir de este hallazgo objetivo los dos doctorandos sacaron conclusiones opuestas. Uno de ellos, el más simpático, opinaba que una poesía tan ridículamente diluida ya no era tal en absoluto, y dado que la mera literatura no es digna de vivir, lo que hoy todavía se llama poesía se debía dejar morir tranquilamente. Pero el otro era un adorador incondicional de la poesía, incluso en su forma más diluida, y por eso creía que sería mejor, por precaución, valorar a cien no poetas que ser injusto con uno solo que quizá tuviera una gota de auténtica sangre parnasiana. Yo me ocupaba fundamentalmente de la pintura y de los métodos de la magia china, pero en los años siguientes también fui profundizando cada vez más en la música. La ambición de mi vida posterior consistió en escribir una especie de ópera en la que la vida humana se tomase poco en serio en su llamada realidad, incluso se ridiculizase, pero que destacara el brillo de su imagen como valor eterno, como etéreo ropaje de la divinidad.

La concepción mágica de la vida siempre me fue muy querida; yo nunca fui un "hombre moderno" y siempre consideré que el "Goldener Topf" ("El puchero de oro") de Hoffmann, o incluso el de Heinrich von Ofterdingen, eran libros didácticos más valiosos que todas las historias universales y naturales (más aún, en éstas, cuando las leía, siempre había visto fábulas deliciosas). Pero entonces había comenzado para mí aquel periodo de la vida donde ya no tiene ningún sentido seguir desarrollando una personalidad acabada y más que suficientemente diferenciada, y seguir diferenciándola, cuando en lugar de ello pugna la tarea de volver a embutir el yo en el mundo y, en vista de lo efímero que es todo, recubrirse de los órdenes eternos e intemporales. Me parecía que expresar estas ideas o posturas ante la vida sólo se podía hacer a través del cuento, y como forma más elevada del cuento veía la ópera, probablemente porque no podía creer ya del todo en la magia de la palabra en nuestro profanado y moribundo lenguaje, mientras que la música me seguía pareciendo un árbol vivo en cuyas ramas todavía pueden crecer hoy las manzanas del paraíso. En mi ópera quise hacer lo que en mis poesías nunca había logrado del todo: darle un sentido alto y maravilloso a la vida humana.

Yo quería ensalzar la inocencia y la inagotabilidad de la naturaleza, y representar su evolución hasta el momento en el que, por el inevitable sufrimiento, se ve obligada a acudir al espíritu, al lejano polo opuesto, y la oscilación de la vida entre los dos polos que son la naturaleza y el espíritu se debía representar de forma alegre, lúdica y completa como la tensión de un arco iris. Pero lamentablemente nunca conseguí acabar esa ópera. Me pasó con ella lo que me había sucedido con la poesía. Había tenido que abandonar la poesía cuando vi que todo lo que me parecía importante decir ya se había dicho mil veces en el "Goldener Topf" y en Heinrich von Ofterdingen de modo más puro que el que yo habría sido capaz de conseguir. Por eso me fue así también con mi ópera. Precisamente cuando había terminado los largos años de estudios previos musicales y varios borradores de textos, y trataba de imaginarme otra vez con el mayor ahínco posible el verdadero sentido y el contenido de mi obra, de pronto percibí que con mi ópera no pretendía otra cosa que lo que ya estaba resuelto desde hacía mucho, de modo maravilloso, en la "Zauberflöte" ("La flauta mágica").Por eso abandoné este trabajo y me dediqué en cuerpo y alma a la magia práctica. Mi sueño de artista había sido una ilusión, pero si yo no era capaz de escribir un "Goldener Topf" ni una "Zauberflöte", entonces es que había nacido para ser mago.

Hacía mucho que había avanzado lo suficiente por el camino oriental de Lao Tse y del I Ching como para conocer con precisión la casualidad y la mutabilidad de la llamada realidad. Ahora forzaba mediante la magia esta realidad en el sentido que yo quería, y debo decir que me causaba gran placer. Sin embargo también debo reconocer que no siempre me limité a aquel amable jardín que se llama magia blanca, sino que de vez en cuando la pequeña llama viva también me hacía pasar al lado oscuro.A la edad de más de setenta años, justo cuando dos universidades me habían distinguido con la concesión del título de doctor honorífico, fui llevado ante los tribunales por seducir a una joven muchacha por medio de la magia. En la cárcel pedí permiso para dedicarme a la pintura. Se me concedió. Los amigos me trajeron pinturas y útiles, y pinté un pequeño paisaje en la pared de mi celda. Es decir, una vez más había vuelto al arte y todos los naufragios que ya había vivido como artista no me pudieron impedir en lo más mínimo vaciar de nuevo esa dulce copa, construir otra vez, como un niño en un juego, un pequeño y querido mundo de juguete ante mí y saciar mi corazón en él, desprendiéndome otra vez de toda sabiduría y abstracción y sintiendo de nuevo la primitiva alegría de engendrar.

Por lo tanto volví a pintar, mezclaba colores y mojaba el pincel, bebiendo otra vez con embeleso todos esos embrujos infinitos: el claro y alegre sonido del bermejo, el sonido puro y lleno del amarillo, el conmovedor y profundo del azul, y la música de sus mezclas hasta el gris más pálido y lejano. Feliz, como un niño, iba realizando mi juego de creación y pintaba un paisaje en la pared de mi celda. Ese paisaje contenía casi todo lo que me había producido alegría en la vida, ríos y montañas, mar y nubes, campesinos en la cosecha y un montón de cosas bonitas que me causaban placer. Pero por el centro del cuadro avanzaba un tren muy pequeño. Se dirigía hacia una montaña y ya penetraba con su cabeza en ella como un gusano en la manzana; la locomotora ya estaba en parte dentro de un pequeño túnel de cuya redonda boca salía un penacho de humo.Jamás me había encantado mi juego tanto como esa vez. A través de este retorno al arte no sólo olvidé que era un prisionero y un acusado, y que tenía pocas perspectivas de terminar mi vida en un lugar que no fuese una prisión, sino que con frecuencia olvidaba incluso mis ejercicios de magia y me parecía ser magia suficiente el que yo, con un fino pincel, crease un árbol diminuto o una pequeña nube clara. A todo esto la llamada realidad, ante la que yo de hecho había sucumbido por completo, hacía todos los esfuerzos por burlarse de mi sueño y por destruirlo una y otra vez.

Casi cada día venían a por mí, bajo vigilancia me llevaban a recintos extremadamente antipáticos, donde en medio de muchos papeles estaban sentadas personas antipáticas que me interrogaban, que no me querían creer, que me gritaban en la cara, que me trataban a veces como a un niño de tres años y a veces como a un taimado delincuente. No hace falta ser el acusado para conocer este extraño y en verdad diabólico mundo de los despachos, del papel y de los expedientes. De todos los infiernos que asombrosamente el hombre ha tenido que crear, éste siempre me ha parecido el más infernal. Basta con que quieras trasladarte de casa o casarte, obtener un pasaporte o un certificado de nacimiento, para estar ya en medio de este infierno, para que tengas que pasar ácidas horas en la habitación sin aire de este mundo de papeles, para que seas interrogado por personas aburridas y, pese a ello, precipitadas y amargadas, que te gritan en la cara, y las declaraciones más sencillas y ciertas no encuentran más que incredulidad, y de pronto eres tratado como un niño de escuela y de pronto como un criminal. En fin, todos lo conocen. Me habría ahogado y podrido mucho antes en el infierno de papeles si mis pinturas no me hubieran consolado y alegrado una y otra vez, si mi cuadro, mi hermoso y pequeño paisaje, no me hubiese dado otra vez aire y vida. Estaba yo ante ese cuadro en mi cárcel, cuando los guardias vinieron corriendo con sus aburridas citaciones y quisieron arrancarme de mi feliz trabajo.

Entonces sentí un cansancio y algo así como asco hacia todo aquel jaleo y toda esa realidad brutal e insensible. Me pareció que había llegado el momento de poner fin al martirio. Si no me estaba permitido jugar sin interrupciones a mis inocentes juegos de artista, tenía que utilizar una de esas artes más serias a las que me había dedicado durante algunos años de mi vida. Ese mundo no se podía soportar sin magia.

Recordé la norma china, estuve durante un minuto reteniendo la respiración y me desprendí de la ilusión de la realidad. Entonces pedí amablemente a los guardias que tuviesen un instante de paciencia, porque iba a subirme al tren de mi cuadro y allí tenía que revisar algo. Se rieron como hacían siempre, pues creían que yo estaba mentalmente perturbado. Entonces me hice pequeño y entré en mi cuadro, subí al pequeño tren y avancé con el pequeño tren por el pequeño túnel negro. Durante un rato se siguió viendo el penacho de humo salir del agujero redondo, después se disipó el humo y con él se disipó todo el cuadro y yo con él. Los guardias quedaron atrás, llenos de perplejidad.



* Hermann Hesse, Biografía Resumida, en Gesammelte Werke en 12 tomos, tomo 6º, págs. 391 y sig.

© Suhrkamp Verlag, Berlin

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